[Solar-general] [propiedad intelectual] Sobre robar ideas

Pablo Manuel Rizzo info en pablorizzo.com
Vie Abr 16 13:22:17 CEST 2010


El hermano civilizado
Por Juan Forn

 Cuando murió William Faulkner, su hermano menor escribió un libro sobre él,
que empieza así: “La muerte de Bill tuvo lugar una noche de verano que
podría haber salido de su novela Luz de agosto, sólo que fue en julioâ€. La
chambonada, que da un poco de risa y un poco de compasión a la vez, resume
en una cápsula la historia de todos los hermanos menores que siguen los
pasos de su hermano mayor artista. La gran diferencia en el caso de John
Faulkner es que él no quiso ser escritor desde la infancia, ni durante la
adolescencia, ni siquiera en su juventud, sino cuando ya era un hombre hecho
y derecho que rondaba los cuarenta, y para entonces llevaba casi veinte años
trabajando para su hermano famoso, primero como piloto de un avión que
Faulkner había comprado para divertirse y después como capataz de una granja
que su hermano adquirió con dinero traído de Hollywood (y quiso poblar de
mulas porque no le gustaban ni las vacas ni la siembra). Hay que hacer, sin
embargo, la siguiente salvedad: en ambos casos, el pequeño John terminó
superando a su hermano mayor. Llegó a ser piloto comercial de una aerolínea
regional y luego salvó la granja de Faulkner de ser otra de las
catastróficas empresas comerciales en las que dilapidaba el dinero que
ganaba como guionista de la MGM. Es que el pequeño John padeció desde chico
una confusión que haría las delicias de un psicoanalista: como él cumplía
años el 24 de septiembre y William el 25, estuvo convencido toda su infancia
de que él era mayor.

Como dijo el propio Faulkner: “La gente se cree cualquier cosa en el Sur, si
suena lo suficientemente bizarraâ€. Vaya a saberse si le sonaba lo
suficientemente bizarro el despertar de la vocación literaria de su hermano
menor, que ocurrió así: la esposa de John lo escuchó contar cuentos para
dormir al hijo menor de ambos, Chooky, y le dijo que valía la pena ponerlos
por escrito; al menos eran más comprensibles que “esas cosas raras que
escribe tu hermano Billâ€. John tipeó uno a máquina y se lo llevó a su madre.
Mamá Faulkner era todo un personaje: después de enviudar relativamente
joven, dedicaba todo el día a leer y pintar, sola en su casa, que quedaba
exactamente a mitad de camino de las casas de sus dos hijos (había otros dos
hermanos Faulkner, pero uno se mató muy joven en un accidente de aviación, y
el otro dejó el Sur para hacerse agente del FBI, de manera que no cuentan en
esta historia). Mamá Faulkner se mantenía sola vendiendo los cuadritos que
pintaba y no aceptaba que su hijo famoso le pagara ni la cuenta del almacén,
pero exigía a cambio que la visitara todos los días (a John le exigía lo
mismo). En una de esas visitas, John le mostró el cuento a su madre. Esta se
lo pasó a Faulkner y después le anunció a John: “Dice tu hermano que lo
vayas a verâ€. John llegó a la casa de Faulkner, lo encontró sentado en el
porche mirando a la distancia, con el cuento en una mesita junto al
sempiterno vaso de bourbon. Sin mirar a su hermano, Faulkner dijo: “Un
cuento te lo compran o no. Si te lo rechazan, nunca te pongas a corregirlo.
Escribe otro y tendrás dos para mandar a otras revistas. Si te los rechazan,
escribe otro y tendrás tres para mandar. Nadie puede ayudarte a publicar un
cuento. Una novela es otra cosa. Si escribes una, yo me encargoâ€.

John tomó el consejo al pie de la letra y a los seis meses volvió con un
paquete bajo el brazo. Qué es eso, preguntó Faulkner. “La novela que me
dijiste que me ayudarías a publicarâ€, contestó John. Faulkner dio uno de sus
legendarios tragos de pajarito a su vaso de bourbon (se pasó la vida
convencido de que, si bebía a traguitos, no se emborrachaba) y contestó:
“OK, se la mandaremos a mi agente literario. Pero yo no la voy a leerâ€. A
los pocos meses llegó una carta de una editorial de Nueva York diciendo que
la novela necesitaba ciertos ajustes pero querían publicarla. Faulkner se
enfureció porque le habían mandado la carta a él y no a John. No avisó nada
a nadie y dejó pasar el tiempo. Los editores creyeron que el hermano menor
era tan quisquilloso como el mayor y terminaron publicando el libro tal como
estaba. John fue a pedir consejo a su hermano para el viaje a Nueva York,
adonde nunca había estado. Faulkner lo recibió otra vez en el porche y le
dijo: “Tengo un solo consejo para ti. No le hables a nadie en la calle. Con
tu tonada y tu lentitud para hablar, van a creer que eres retrasado y te
encerrarán en un asilo. Así que ve, pero no le contestes a nadie que te
hableâ€. Más bien atónito, John fue a contarle a su madre. Ella le dijo: “Es
que te dan un anticipo de 500 dólares. A él nunca le dieron más de
trescientos, hasta que se filmó Santuarioâ€.

Los años pasan y, una tarde, Mamá Faulkner está leyendo en su mecedora la
revista Colliers cuando se topa con un cuento de su hijo mayor cuya trama es
un calco (sólo que retorcida a la manera de Faulkner) de aquel que había
escrito años antes su hijo menor. Cuando éste llega a visitarla horas más
tarde, le tiende el cuento sin palabras. John lo lee, se aclara la garganta
y le dice a su madre: “Un escritor nunca sabe de dónde viene lo que escribe.
Puede pasarse cuarenta años recogiendo, pieza por pieza, los elementos que
conforman una historia. Hay veces en que no sabe que tiene una historia
hasta que encuentra la última pieza. Todo lo que sabe es que de repente
tiene una historia que contar. No se pone a pensar de dónde sacó cada parte.
Una vez que cuajan en una historia no hay manera de diferenciar lo que uno
escuchó en un lugar, de lo que vio en otro o lo que leyó en otra parte. Esa
es una de las primeras cosas sobre el oficio que hay que entender, me dijo
Billâ€.

Mamá Faulkner contestó desde su mecedora: “Johnnie, esas mismas palabras me
dijo Billie hace años, sólo que usó sin tapujos la palabra robar. Dijo que
lo primero que hay que aprender en su oficio es que todo escritor roba sin
pudor a otros escritoresâ€. Años más tarde, en el reportaje post Nobel que le
hizo el Paris Review, Faulkner se extendería famosamente al respecto: “La
única responsabilidad de un escritor es con su arte. Lo que tiene para
contar lo impele de tal manera que arrojará todo por la borda en el intento:
su orgullo, su honor, su decencia, su seguridad, su felicidad. Incluso si
tiene que robarle a su propia madre no va a dudarlo. Una oda de Keats vale
más que un puñado de viejitasâ€.

Mamá Faulkner vivió hasta los 88 años, recibiendo cada día la visita de sus
dos hijos y repitiendo a quien quisiera oír que su hijo John era una versión
civilizada de su hijo Bill. Para los sureños, seguro: el pequeño John nunca
cuestionó la segregación racial como sí hizo, sin pelos en la lengua, su
incivilizado hermano mayor. John prefería pensar, como escribe en el triste
libro que escribió sobre su hermano, que “el Norte se limita a tratar bien a
los negros como raza pero los maltrata como individuos; nosotros quizá los
maltratemos como raza, pero los tratamos bien como individuosâ€. Sólo le
faltó agregar: “Cuando son nuestrosâ€, para sonar como un perfecto caballero
sureño.

Link a la nota:
http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/contratapa/13-143967-2010-04-16.html


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Pablo Manuel Rizzo
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