[Solar-general] Diario de a bordo
Oscar Roberto Bastos
orbastos en gmail.com
Jue Dic 30 18:27:44 CET 2010
bien bueno!
Le Thursday 30 December 2010 15:15:44, Marcos Germán Guglielmetti a écrit :
> Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa; luego perdí el mar y entonces
> todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable. Aguardo desde
> entonces. Espero los navíos que regresan, la casa de las aguas, el día
> límpido.
>
> Aguardo pacientemente pues soy civilizado con todas mis fuerzas. La gente
> me ve pasar por las hermosas calles; admiro los paisajes, aplaudo como
> todo el mundo, estrecho la mano de los conocidos, más no soy yo quien
> habla. Se me alaba, yo, mientras tanto, sueño un poco; se me ofende, y
> apenas me asombro. Luego lo olvido y sonrío a quien me ha ultrajado o
> saludo con demasiada cortesía a quien amo.
>
> ¿Qué hacer si no tengo memoria para una sola imagen?
>
> Por último se me exige que diga quién soy. “Nada todavía, nada todavía…”
>
> Es en los entierros donde yo me supero a mí mismo. Allí verdaderamente
> sobresalgo. Voy andando con paso lento por las afueras de la ciudad
> florecida de hierro viejo.
>
> Tomo amplias avenidas bordeadas con árboles de cemento que llevan a
> agujeros de tierra fría. Allí, bajo el cielo apenas enrojecido, contemplo
> cómo compañeros audaces inhuman a mis amigos a tres metros de profundidad.
> La flor que una mano gredosa me tiende entonces no deja nunca de ir a
> parar a la fosa si la arrojo. Alimento la piedad precisa, la emoción
> exacta, mantengo la nuca convenientemente inclinada. La gente admira el
> que mis palabras sean tan justas.
>
> Más no tengo mérito alguno: espero.
>
> Espero mucho tiempo. A veces tropiezo, pierdo el pie y el éxito se me
> escapa. Ello no importa, pues entonces me quedo solo. Me despierto así por
> la noche y a medias dormido me parece que oigo un ruido de olas, la
> respiración de las aguas. Ya despierto por completo, reconozco el viento
> en el follaje y el rumor desdichado de la ciudad desierta. En ese momento,
> no es suficiente todo mi arte para ocultar mi zozobra o vestirla a la
> moda.
>
> Otras veces, en cambio, recibo ayuda. En Nueva York ciertos días, perdido
> en el fondo de esos pozos de piedra y acero donde erran millones de
> hombres corría de uno a otro agotado, sin lograr ver su fin. Ahogaba
> entonces el grito que el pánico quería lanzar, pero cada vez que esto me
> ocurría, a lo lejos el llamado de un remolcador me hacía recordar que esa
> ciudad, cisterna seca, era una isla y que más allá de la punta de la
> Battery, el agua de mi bautismo me esperaba, negra y podrida, cubierta de
> corchos huecos.
>
> Y así, yo que no poseo nada, que he dado mi fortuna, que me detengo en
> cualquier lugar poco tiempo, estoy sin embargo satisfecho cuando lo quiero,
> me acomodo a cualquier hora y me ignora la desesperación. El desesperado y
> yo no tenemos patria. Sé que el mar me precede y me sigue. Aquellos que se
> aman y tienen que separarse pueden vivir en medio del dolor, mas este
> sentimiento no es desesperación, pues saben que el amor existe. Y he ahí
> por qué yo sufro, con los ojos secos, a causa del destierro.
>
> Espero aún. Un día vendrá, en fin…
>
> Los pies desnudos de los marineros golpean suavemente sobre el puente.
> Partimos al romper el día. Desde que salimos del puerto un viento breve y
> espeso golpea vigorosamente el mar que se revuelve en olillas de espuma.
> Algo más tarde el viento refresca y siembra el mar de camelias, que pronto
> desaparecen. Y así, durante toda la mañana nuestras velas chasquean por
> encima de un alegre vivero. Las aguas son pesadas, escamosas, cubiertas de
> babas frescas. De vez en cuando las olas alborotan contra la roda del
> barco; una espuma amarga y untuosa, saliva de los dioses, corre a lo largo
> de la madera hasta el agua donde se esparce formando dibujos moribundos
> que vuelven a renacer, pelaje de alguna vaca azul y blanca, animal
> extenuado, que deriva aún largo tiempo detrás de nuestra estela.
>
> Desde que partimos las gaviotas siguen nuestro navío aparentemente sin
> esfuerzos, casi sin mover las alas. Su hermosa navegación rectilínea se
> apoya apenas sobre la brisa. De pronto un pluf brutal por el lado de las
> cocinas despierta una alarma golosa entre las aves, desordena su hermoso
> vuelo y pone llamas a un brasero de blancas alas.
>
> Las gaviotas giran locamente en círculo y en todos sentidos, luego sin
> perder nada de su velocidad se separan una a una del lugar de confusión
> para lanzarse hacia el mar. Unos segundos después, ya están de nuevo
> reunidas sobre las aguas, corral lleno de disputas que dejamos detrás de
> nosotros encerrado en el hueco del oleaje que deshoja lentamente el maná
> de los desperdicios.
>
> A mediodía, bajo un sol agobiador, el mar, extenuado, apenas se levanta.
> Cuando vuelve a caer en sí mismo hace silbar el silencio. Basta una hora de
> tal cocción para que el agua pálida, gran chapa de hierro puesta al blanco,
> se achicharre; se achicharra, humea, por fin arde. Dentro de un momento va
> a volverse para ofrecer al sol su faz húmeda, húmeda ahora en las olas y
> en las tinieblas.
>
> Atravesamos las puertas de Hércules, la punta donde murió Anteo. Más allá
> el océano se extiende infinito; doblamos el cabo de Buena Esperanza, los
> meridianos se casan con las latitudes, el Pacífico bebe del Atlántico.
> Entonces, con la proa puesta hacia Vancouver nos dirigimos lentamente
> hacia los mares del sur. A algunos cables de distancia, desfilan ante
> nosotros Pascua, Desolación y las Hébridas. Una mañana, de pronto,
> desaparecen las gaviotas. Estamos lejos de toda tierra y solos con
> nuestras velas y nuestras máquinas.
>
> Solos también con el horizonte. Las olas llegan una a una pacientemente del
> este invisible; llegan hasta nosotros y pacientemente vuelven a partir
> hacia el oeste desconocido, también una a una. Largo camino, nunca
> comenzado, nunca acabado… El arroyo y el río pasan. El mar pasa y
> permanece. Así sería menester amar, siendo fiel y fugitivo. Me caso con la
> mar.
>
> Aguas plenas. El sol desciende; queda absorbido por la bruma mucho antes de
> la línea del horizonte. Por un breve instante el mar se presenta rosado a
> un lado, azul al otro. Luego las aguas se oscurecen. La goleta se desliza
> minúscula por la superficie de un círculo perfecto de un metal espeso y
> empañado. Y a la hora de la mayor calma, en el anochecer que se aproxima,
> centenares de marsoplas surgen desde las aguas, caracolean un momento
> alrededor de nosotros para huir luego hacia el horizonte sin hombres. Una
> vez que han partido sólo queda el silencio y la angustia de las aguas
> primitivas.
>
> Un poco más tarde aun, encontramos un iceberg en el trópico. Invisible por
> cierto después de su largo viaje en esas aguas tibias, aún es eficaz:
> Recorre nuestro navío a estribor donde las cuerdas se cubren brevemente de
> un rocío de escarcha mientras que a babor muere una jornada seca.
>
> La noche no cae sobre el mar, sino que desde el fondo de las aguas que un
> sol ya ahogado ennegrece poco a poco con sus cenizas espesas, sube la
> noche hacia el cielo aún pálido. Por un breve instante Venus permanece
> solitaria por encima de las olas negras. En el tiempo que lleva cerrar y
> abrir de nuevo los ojos, ya las estrellas pululan en la noche líquida.
>
> Ya la luna está en lo alto. Ilumina primero débilmente la superficie del
> mar; todavía sigue subiendo mientras escribe suavemente sobre las aguas.
> Al llegar al cenit ilumina todo un corredor de mar, rico río de leche que
> con el movimiento del navío, desciende hacia nosotros, inextinguiblemente,
> en el océano oscuro. Allí está la noche fiel, la noche fresca, que yo
> invocaba en las luces llenas de ruido, en el alcohol, en el tumulto del
> deseo.
>
> Navegamos sobre espacios tan vastos que nos parece que nunca llegaremos a
> término. El sol y la luna suben y bajan alternativamente al mismo hilo de
> luz y de noche.
>
> Las jornadas sobre el mar son todas semejantes como las de la felicidad.
>
> Ésta es la vida rebelde al olvido, rebelde al recuerdo de que habla
> Stevenson.
>
> El alba. Cortamos perpendicularmente el Cáncer. Las aguas gimen convulsas.
> Rompe el día sobre un mar revuelto lleno de lentejuelas de acero. El cielo
> se presenta blanco de brumas y de calor, de un destello muerto pero
> insostenible, como si el sol se hubiera licuado en la espesura de las nubes
> sobre toda la extensión de la bóveda celeste. Cielo enfermo sobre un mar
> descompuesto. A medida que avanza la hora crece también el calor en el aire
> lívido. Durante todo el día la roda descubre nubes de peces voladores,
> pajarillos de hierro, a quienes hace salir fuera de sus montones de olas.
>
> Por la tarde nos cruzamos con un paquebote que vuelve a las ciudades. El
> saludo que cambian nuestras sirenas con sus tres gritos de animales
> prehistóricos, las señales de los pasajeros perdidos en el mar y vueltos
> atentos por la presencia de otros hombres, la distancia que poco a poco
> crece entre los dos navíos, la separación por último sobre las aguas
> malévolas, todo eso hace que el corazón se contraiga. ¿Quién, amando la
> soledad y el mar, dejará de amar a esos dementes obstinados, aferrados a
> plancha de hierro, lanzados sobre la cabellera de los océanos inmensos en
> busca de islas a la deriva?
>
> Exactamente en el centro del Atlántico doblamos bajo vientos salvajes que
> soplan interminablemente de un polo a otro. Cada grito que lanzamos se
> pierde en el aire, vuela a los espacios sin límites. Pero ese grito,
> llevado día tras día por los vientos, llegará por último a uno de los
> extremos chatos de la tierra y resonará largamente contra las paredes
> heladas hasta que un hombre, en alguna parte, perdido en su concha de
> nieve, lo oiga y contento, sonría.
>
> Dormía a medias bajo el sol de las dos cuando un ruido terrible me
> despertó. Vi el sol en el fondo del mar; comenzó a arder. El sol corría a
> grandes pasos helados en mi garganta. A mi alrededor los marinos reían y
> lloraban. Se amaban los unos a los otros pero no podían perdonarse. Ese
> día hube de reconocer el mundo por lo que era; decidí que su bien fuera al
> propio tiempo pernicioso y que sus crímenes fueran saludables. Ese día
> comprendí que había dos verdades de las cuales una no debía decirse nunca.
>
> La curiosa luna austral, un poco recortada, nos acompaña desde hace muchas
> noches, se desliza rápidamente del cielo hasta el agua que la traga. Allí
> quedan la Cruz del Sur, las estrellas raras, el aire poroso. El cielo rueda
> y cabecea por encima de nuestros mástiles inmóviles; con el motor parado y
> el velamen al pairo, silbamos en la noche caliente mientras el agua golpea
> amigablemente nuestros flancos. No hay ninguna orden que dar. Las máquinas
> están calladas y en efecto, ¿por qué proseguir y por qué volver? Estamos
> satisfechos; una muda locura nos adormece invenciblemente. Al fin llega un
> día en que todo se cumple; entonces hay que dejarse ir, como aquellos que
> nadaron hasta el agotamiento. ¿Cumplir qué? Desde siempre, me lo callo a
> mí mismo. ¡Oh, cama amarga, lecho principesco, la corona está en el fondo
> de las aguas!
>
> Por la mañana nuestra hélice hace que el agua tibia levante espuma.
> Volvemos a cobrar nuestra velocidad habitual. Alrededor del mediodía,
> llegados de lejanos continentes, nos cruza una manada de ciervos que
> pasando por delante de nosotros, nadan regularmente hacia el norte
> seguidos por aves multicolores que de cuando en cuando, reposan en sus
> bosques. Esta selva ruidosa desaparece poco a poco en el horizonte. Poco
> después el mar se cubre de extrañas flores amarillas. Al atardecer nos
> precede un canto invisible durante largas horas. Me adormezco con
> sensación de familiaridad.
>
> Con todas las velas abiertas a una brisa definida, nos deslizamos rápidos
> sobre un mar claro y musculoso. Alcanzamos la mayor velocidad llevando la
> barra a babor. Y al terminar el día, aumentando aún nuestra carrera, y en
> posición tal que nuestro velamen casi toca el agua, recorremos raudos un
> continente austral que reconozco por haber volado en otro tiempo sobre él
> ciegamente en el bárbaro féretro de un avión. En aquella ocasión, rey
> holgazán, esperaba ver el mar sin nunca alcanzarlo. El monstruo aullaba,
> despegaba de los guanos del Perú, se precipitaba por encima de las playas
> del pacífico, volaba sobre las blancas vértebras rotas de los Andes y
> luego por la inmensa planicie de la Argentina cubierta de insectos, unía
> con un solo aletazo los prados uruguayos inundados de leche con los negros
> ríos de Venezuela, aterrizaba, aullaba aún, temblaba de codicia frente a
> nuevos espacios vacíos que pudiera devorar y con todo eso no dejaba nunca
> de avanzar o por lo menos de hacerlo con una lentitud convulsa, obstinada,
> con una energía huraña y fija, intoxicada. Yo entonces me sentía morir en
> mi celda metálica y soñaba con carnicerías, y con orgías. Sin espacio no
> hay inocencia ni libertad… La prisión para quien no puede respirar es
> muerte o locura. ¿Qué hacer, pues, sino matar y poseer? Hoy, en cambio, me
> satisfago con los soplos de aire, todas nuestras alas chasquean en el aire
> azul. Voy a gritar por la velocidad; arrojamos al agua nuestros sextantes
> y nuestras brújulas.
>
> Bajo el viento imperioso nuestras velas son de hierro.
>
> La costa desfila veloz delante de nuestros ojos. Selvas de cocoteros regios
> donde los pies se mojan en lagunas esmeraldinas, bahía tranquila, llena de
> velas rojas, arenas de lunas. Surgen edificios ya agrietados bajo el
> impulso de la selva virgen que comienza en el patio de servicio; aquí y
> allá un árbol de ramas violetas forma una ventana y Río se hunde por fin
> detrás de nosotros y la vegetación vuelve a cubrir sus ruinas nuevas donde
> los monos de la Tijuca estallarán de risa. Aun más rápido, a lo largo de
> las grandes playas donde las olas se difunden y se resuelven en gavillas
> de arena, aun más rápido los corderos del Uruguay entran en el mar y lo
> hacen de pronto amarillo. Luego, sobre la costa argentina, grandes y
> groseros maderos, dispuestos a intervalos regulares, elevan hacia el cielo
> medias reses que hacen asar lentamente. Por la noche los hielos de la
> Tierra de fuego golpean nuestro casco durante horas, el navío apenas
> disminuye su velocidad y vira de bordo. Por la mañana la ola única del
> Pacífico, cuya fría lejía verde y blanca hierve en millares de kilómetros
> de costa chilena, nos levanta lentamente y amenaza hacernos naufragar. La
> barra lo evita y doblamos las Kerguelen. En la tarde dulzona las primeras
> barcas malayas avanzan hacia nosotros.
>
> “Al mar, al mar!”, gritaban los maravillosos muchachos de un libro de mi
> infancia. He olvidado todo el contenido de ese libro menos este grito: “¡Al
> mar!”. Y por el Océano Índico hasta la avenida del mar Rojo donde se oyen
> estallar, una a una en las noches silenciosas, las piedras del desierto que
> se hielan después de haber ardido, volvemos al antiguo mar donde se callan
> los gritos.
>
> Por fin una mañana hacemos escala en una bahía colmada de un extraño
> silencio, abalizada de velas fijas. Únicamente algunas aves marinas se
> disputan en el cielo trozos de carne. A nado llegamos a una playa
> desierta. Durante todo el día nos introducimos en el agua y luego nos
> secamos en la arena. Al llegar la noche, bajo el cielo que verdea y
> retrocede, el mar ya tan calmo, se apacigua aún. Breves olas exhalan un
> vaho de espuma, sobre el arenal tibio. Desaparecieron ya las aves del mar.
> No queda sino un espacio ofrecido al viaje inmóvil.
>
> Se dan algunas noches cuya dulzura se prolonga, sí, ayuda a morir el saber
> que tales noches volverán a darse después de nosotros sobre la tierra y el
> mar. ¡Gran mar siempre trabajado, siempre virgen, mi religión con la
> noche!. El mar nos lava y nos colma en sus surcos estériles. Nos libera y
> nos mantiene erguidos. A cada ola nos hace una promesa, siempre la misma.
> ¿Qué dice la ola? Si tuviera que morir, rodeado de frías montañas,
> ignorado del mundo, renegado por los míos, en fin, al cabo de mis fuerzas,
> el mar vendría a último momento a llenar mi celda, vendría a sostenerme
> por encima de mí mismo y a ayudarme a morir sin odio.
>
> Es medianoche, estoy solo en la ribera. Espero aún, luego partiré. El mismo
> cielo está al pairo, contadas sus estrellas, como esos paquebotes cubiertos
> de fuegos que a esta misma hora, en el mundo entero, iluminan las aguas
> sombrías de los puertos. El espacio y el silencio pesan con un solo peso
> sobre el corazón. Un amor repentino, una gran obra, un acto decisivo, un
> pensamiento que transfigura, en ciertos momentos nos producen la misma
> intolerable ansiedad reforzada por un atractivo irresistible. Deliciosa
> angustia de ser, exquisita proximidad a un peligro del que no conocemos el
> nombre; ¿quiere entonces decir que vivir es correr a la perdición de uno
> mismo? De nuevo, sin espera, corramos a nuestra perdición.
>
> Siempre tuve la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el corazón de
> una magnífica felicidad.
>
> (1953)
>
> De L’ETE (El Verano)
>
> ALBERT CAMUS
>
> (Corregido desde la versión que se encuentra publicada en :
> http://www.lexia.com.ar/CAMUS%20ALBERT.htm)
>
> http://marcospcmusica.wordpress.com/2010/12/30/diario-de-a-bordo-albert-cam
> us/
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Oscar Roberto Bastos
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