[Solar-general] Diario de a bordo
Marcos Germán Guglielmetti
marcos en ovejafm.com
Jue Dic 30 15:15:44 CET 2010
Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa; luego perdí el mar y entonces
todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable. Aguardo desde
entonces. Espero los navíos que regresan, la casa de las aguas, el día
límpido.
Aguardo pacientemente pues soy civilizado con todas mis fuerzas. La gente me
ve pasar por las hermosas calles; admiro los paisajes, aplaudo como todo el
mundo, estrecho la mano de los conocidos, más no soy yo quien habla. Se me
alaba, yo, mientras tanto, sueño un poco; se me ofende, y apenas me asombro.
Luego lo olvido y sonrío a quien me ha ultrajado o saludo con demasiada
cortesía a quien amo.
¿Qué hacer si no tengo memoria para una sola imagen?
Por último se me exige que diga quién soy. “Nada todavía, nada todavía…”
Es en los entierros donde yo me supero a mí mismo. Allí verdaderamente
sobresalgo. Voy andando con paso lento por las afueras de la ciudad florecida
de hierro viejo.
Tomo amplias avenidas bordeadas con árboles de cemento que llevan a agujeros
de tierra fría. Allí, bajo el cielo apenas enrojecido, contemplo cómo
compañeros audaces inhuman a mis amigos a tres metros de profundidad. La flor
que una mano gredosa me tiende entonces no deja nunca de ir a parar a la fosa
si la arrojo. Alimento la piedad precisa, la emoción exacta, mantengo la nuca
convenientemente inclinada. La gente admira el que mis palabras sean tan
justas.
Más no tengo mérito alguno: espero.
Espero mucho tiempo. A veces tropiezo, pierdo el pie y el éxito se me escapa.
Ello no importa, pues entonces me quedo solo. Me despierto así por la noche y
a medias dormido me parece que oigo un ruido de olas, la respiración de las
aguas. Ya despierto por completo, reconozco el viento en el follaje y el
rumor desdichado de la ciudad desierta. En ese momento, no es suficiente todo
mi arte para ocultar mi zozobra o vestirla a la moda.
Otras veces, en cambio, recibo ayuda. En Nueva York ciertos días, perdido en
el fondo de esos pozos de piedra y acero donde erran millones de hombres
corría de uno a otro agotado, sin lograr ver su fin. Ahogaba entonces el
grito que el pánico quería lanzar, pero cada vez que esto me ocurría, a lo
lejos el llamado de un remolcador me hacía recordar que esa ciudad, cisterna
seca, era una isla y que más allá de la punta de la Battery, el agua de mi
bautismo me esperaba, negra y podrida, cubierta de corchos huecos.
Y así, yo que no poseo nada, que he dado mi fortuna, que me detengo en
cualquier lugar poco tiempo, estoy sin embargo satisfecho cuando lo quiero,
me acomodo a cualquier hora y me ignora la desesperación. El desesperado y yo
no tenemos patria. Sé que el mar me precede y me sigue. Aquellos que se aman
y tienen que separarse pueden vivir en medio del dolor, mas este sentimiento
no es desesperación, pues saben que el amor existe. Y he ahí por qué yo
sufro, con los ojos secos, a causa del destierro.
Espero aún. Un día vendrá, en fin…
Los pies desnudos de los marineros golpean suavemente sobre el puente.
Partimos al romper el día. Desde que salimos del puerto un viento breve y
espeso golpea vigorosamente el mar que se revuelve en olillas de espuma. Algo
más tarde el viento refresca y siembra el mar de camelias, que pronto
desaparecen. Y así, durante toda la mañana nuestras velas chasquean por
encima de un alegre vivero. Las aguas son pesadas, escamosas, cubiertas de
babas frescas. De vez en cuando las olas alborotan contra la roda del barco;
una espuma amarga y untuosa, saliva de los dioses, corre a lo largo de la
madera hasta el agua donde se esparce formando dibujos moribundos que vuelven
a renacer, pelaje de alguna vaca azul y blanca, animal extenuado, que deriva
aún largo tiempo detrás de nuestra estela.
Desde que partimos las gaviotas siguen nuestro navío aparentemente sin
esfuerzos, casi sin mover las alas. Su hermosa navegación rectilínea se apoya
apenas sobre la brisa. De pronto un pluf brutal por el lado de las cocinas
despierta una alarma golosa entre las aves, desordena su hermoso vuelo y pone
llamas a un brasero de blancas alas.
Las gaviotas giran locamente en círculo y en todos sentidos, luego sin perder
nada de su velocidad se separan una a una del lugar de confusión para
lanzarse hacia el mar. Unos segundos después, ya están de nuevo reunidas
sobre las aguas, corral lleno de disputas que dejamos detrás de nosotros
encerrado en el hueco del oleaje que deshoja lentamente el maná de los
desperdicios.
A mediodía, bajo un sol agobiador, el mar, extenuado, apenas se levanta.
Cuando vuelve a caer en sí mismo hace silbar el silencio. Basta una hora de
tal cocción para que el agua pálida, gran chapa de hierro puesta al blanco,
se achicharre; se achicharra, humea, por fin arde. Dentro de un momento va a
volverse para ofrecer al sol su faz húmeda, húmeda ahora en las olas y en las
tinieblas.
Atravesamos las puertas de Hércules, la punta donde murió Anteo. Más allá el
océano se extiende infinito; doblamos el cabo de Buena Esperanza, los
meridianos se casan con las latitudes, el Pacífico bebe del Atlántico.
Entonces, con la proa puesta hacia Vancouver nos dirigimos lentamente hacia
los mares del sur. A algunos cables de distancia, desfilan ante nosotros
Pascua, Desolación y las Hébridas. Una mañana, de pronto, desaparecen las
gaviotas. Estamos lejos de toda tierra y solos con nuestras velas y nuestras
máquinas.
Solos también con el horizonte. Las olas llegan una a una pacientemente del
este invisible; llegan hasta nosotros y pacientemente vuelven a partir hacia
el oeste desconocido, también una a una. Largo camino, nunca comenzado, nunca
acabado… El arroyo y el río pasan. El mar pasa y permanece. Así sería
menester amar, siendo fiel y fugitivo. Me caso con la mar.
Aguas plenas. El sol desciende; queda absorbido por la bruma mucho antes de la
línea del horizonte. Por un breve instante el mar se presenta rosado a un
lado, azul al otro. Luego las aguas se oscurecen. La goleta se desliza
minúscula por la superficie de un círculo perfecto de un metal espeso y
empañado. Y a la hora de la mayor calma, en el anochecer que se aproxima,
centenares de marsoplas surgen desde las aguas, caracolean un momento
alrededor de nosotros para huir luego hacia el horizonte sin hombres. Una vez
que han partido sólo queda el silencio y la angustia de las aguas primitivas.
Un poco más tarde aun, encontramos un iceberg en el trópico. Invisible por
cierto después de su largo viaje en esas aguas tibias, aún es eficaz: Recorre
nuestro navío a estribor donde las cuerdas se cubren brevemente de un rocío
de escarcha mientras que a babor muere una jornada seca.
La noche no cae sobre el mar, sino que desde el fondo de las aguas que un sol
ya ahogado ennegrece poco a poco con sus cenizas espesas, sube la noche hacia
el cielo aún pálido. Por un breve instante Venus permanece solitaria por
encima de las olas negras. En el tiempo que lleva cerrar y abrir de nuevo los
ojos, ya las estrellas pululan en la noche líquida.
Ya la luna está en lo alto. Ilumina primero débilmente la superficie del mar;
todavía sigue subiendo mientras escribe suavemente sobre las aguas. Al llegar
al cenit ilumina todo un corredor de mar, rico río de leche que con el
movimiento del navío, desciende hacia nosotros, inextinguiblemente, en el
océano oscuro. Allí está la noche fiel, la noche fresca, que yo invocaba en
las luces llenas de ruido, en el alcohol, en el tumulto del deseo.
Navegamos sobre espacios tan vastos que nos parece que nunca llegaremos a
término. El sol y la luna suben y bajan alternativamente al mismo hilo de luz
y de noche.
Las jornadas sobre el mar son todas semejantes como las de la felicidad.
Ésta es la vida rebelde al olvido, rebelde al recuerdo de que habla Stevenson.
El alba. Cortamos perpendicularmente el Cáncer. Las aguas gimen convulsas.
Rompe el día sobre un mar revuelto lleno de lentejuelas de acero. El cielo se
presenta blanco de brumas y de calor, de un destello muerto pero
insostenible, como si el sol se hubiera licuado en la espesura de las nubes
sobre toda la extensión de la bóveda celeste. Cielo enfermo sobre un mar
descompuesto. A medida que avanza la hora crece también el calor en el aire
lívido. Durante todo el día la roda descubre nubes de peces voladores,
pajarillos de hierro, a quienes hace salir fuera de sus montones de olas.
Por la tarde nos cruzamos con un paquebote que vuelve a las ciudades. El
saludo que cambian nuestras sirenas con sus tres gritos de animales
prehistóricos, las señales de los pasajeros perdidos en el mar y vueltos
atentos por la presencia de otros hombres, la distancia que poco a poco crece
entre los dos navíos, la separación por último sobre las aguas malévolas,
todo eso hace que el corazón se contraiga. ¿Quién, amando la soledad y el
mar, dejará de amar a esos dementes obstinados, aferrados a plancha de
hierro, lanzados sobre la cabellera de los océanos inmensos en busca de islas
a la deriva?
Exactamente en el centro del Atlántico doblamos bajo vientos salvajes que
soplan interminablemente de un polo a otro. Cada grito que lanzamos se pierde
en el aire, vuela a los espacios sin límites. Pero ese grito, llevado día
tras día por los vientos, llegará por último a uno de los extremos chatos de
la tierra y resonará largamente contra las paredes heladas hasta que un
hombre, en alguna parte, perdido en su concha de nieve, lo oiga y contento,
sonría.
Dormía a medias bajo el sol de las dos cuando un ruido terrible me despertó.
Vi el sol en el fondo del mar; comenzó a arder. El sol corría a grandes pasos
helados en mi garganta. A mi alrededor los marinos reían y lloraban. Se
amaban los unos a los otros pero no podían perdonarse. Ese día hube de
reconocer el mundo por lo que era; decidí que su bien fuera al propio tiempo
pernicioso y que sus crímenes fueran saludables. Ese día comprendí que había
dos verdades de las cuales una no debía decirse nunca.
La curiosa luna austral, un poco recortada, nos acompaña desde hace muchas
noches, se desliza rápidamente del cielo hasta el agua que la traga. Allí
quedan la Cruz del Sur, las estrellas raras, el aire poroso. El cielo rueda y
cabecea por encima de nuestros mástiles inmóviles; con el motor parado y el
velamen al pairo, silbamos en la noche caliente mientras el agua golpea
amigablemente nuestros flancos. No hay ninguna orden que dar. Las máquinas
están calladas y en efecto, ¿por qué proseguir y por qué volver? Estamos
satisfechos; una muda locura nos adormece invenciblemente. Al fin llega un
día en que todo se cumple; entonces hay que dejarse ir, como aquellos que
nadaron hasta el agotamiento. ¿Cumplir qué? Desde siempre, me lo callo a mí
mismo. ¡Oh, cama amarga, lecho principesco, la corona está en el fondo de las
aguas!
Por la mañana nuestra hélice hace que el agua tibia levante espuma. Volvemos a
cobrar nuestra velocidad habitual. Alrededor del mediodía, llegados de
lejanos continentes, nos cruza una manada de ciervos que pasando por delante
de nosotros, nadan regularmente hacia el norte seguidos por aves multicolores
que de cuando en cuando, reposan en sus bosques. Esta selva ruidosa
desaparece poco a poco en el horizonte. Poco después el mar se cubre de
extrañas flores amarillas. Al atardecer nos precede un canto invisible
durante largas horas. Me adormezco con sensación de familiaridad.
Con todas las velas abiertas a una brisa definida, nos deslizamos rápidos
sobre un mar claro y musculoso. Alcanzamos la mayor velocidad llevando la
barra a babor. Y al terminar el día, aumentando aún nuestra carrera, y en
posición tal que nuestro velamen casi toca el agua, recorremos raudos un
continente austral que reconozco por haber volado en otro tiempo sobre él
ciegamente en el bárbaro féretro de un avión. En aquella ocasión, rey
holgazán, esperaba ver el mar sin nunca alcanzarlo. El monstruo aullaba,
despegaba de los guanos del Perú, se precipitaba por encima de las playas del
pacífico, volaba sobre las blancas vértebras rotas de los Andes y luego por
la inmensa planicie de la Argentina cubierta de insectos, unía con un solo
aletazo los prados uruguayos inundados de leche con los negros ríos de
Venezuela, aterrizaba, aullaba aún, temblaba de codicia frente a nuevos
espacios vacíos que pudiera devorar y con todo eso no dejaba nunca de avanzar
o por lo menos de hacerlo con una lentitud convulsa, obstinada, con una
energía huraña y fija, intoxicada. Yo entonces me sentía morir en mi celda
metálica y soñaba con carnicerías, y con orgías. Sin espacio no hay inocencia
ni libertad… La prisión para quien no puede respirar es muerte o locura. ¿Qué
hacer, pues, sino matar y poseer? Hoy, en cambio, me satisfago con los soplos
de aire, todas nuestras alas chasquean en el aire azul. Voy a gritar por la
velocidad; arrojamos al agua nuestros sextantes y nuestras brújulas.
Bajo el viento imperioso nuestras velas son de hierro.
La costa desfila veloz delante de nuestros ojos. Selvas de cocoteros regios
donde los pies se mojan en lagunas esmeraldinas, bahía tranquila, llena de
velas rojas, arenas de lunas. Surgen edificios ya agrietados bajo el impulso
de la selva virgen que comienza en el patio de servicio; aquí y allá un árbol
de ramas violetas forma una ventana y Río se hunde por fin detrás de nosotros
y la vegetación vuelve a cubrir sus ruinas nuevas donde los monos de la
Tijuca estallarán de risa. Aun más rápido, a lo largo de las grandes playas
donde las olas se difunden y se resuelven en gavillas de arena, aun más
rápido los corderos del Uruguay entran en el mar y lo hacen de pronto
amarillo. Luego, sobre la costa argentina, grandes y groseros maderos,
dispuestos a intervalos regulares, elevan hacia el cielo medias reses que
hacen asar lentamente. Por la noche los hielos de la Tierra de fuego golpean
nuestro casco durante horas, el navío apenas disminuye su velocidad y vira de
bordo. Por la mañana la ola única del Pacífico, cuya fría lejía verde y
blanca hierve en millares de kilómetros de costa chilena, nos levanta
lentamente y amenaza hacernos naufragar. La barra lo evita y doblamos las
Kerguelen. En la tarde dulzona las primeras barcas malayas avanzan hacia
nosotros.
“Al mar, al mar!”, gritaban los maravillosos muchachos de un libro de mi
infancia. He olvidado todo el contenido de ese libro menos este grito: “¡Al
mar!”. Y por el Océano Índico hasta la avenida del mar Rojo donde se oyen
estallar, una a una en las noches silenciosas, las piedras del desierto que
se hielan después de haber ardido, volvemos al antiguo mar donde se callan
los gritos.
Por fin una mañana hacemos escala en una bahía colmada de un extraño silencio,
abalizada de velas fijas. Únicamente algunas aves marinas se disputan en el
cielo trozos de carne. A nado llegamos a una playa desierta. Durante todo el
día nos introducimos en el agua y luego nos secamos en la arena. Al llegar la
noche, bajo el cielo que verdea y retrocede, el mar ya tan calmo, se apacigua
aún. Breves olas exhalan un vaho de espuma, sobre el arenal tibio.
Desaparecieron ya las aves del mar. No queda sino un espacio ofrecido al
viaje inmóvil.
Se dan algunas noches cuya dulzura se prolonga, sí, ayuda a morir el saber que
tales noches volverán a darse después de nosotros sobre la tierra y el mar.
¡Gran mar siempre trabajado, siempre virgen, mi religión con la noche!. El
mar nos lava y nos colma en sus surcos estériles. Nos libera y nos mantiene
erguidos. A cada ola nos hace una promesa, siempre la misma. ¿Qué dice la
ola? Si tuviera que morir, rodeado de frías montañas, ignorado del mundo,
renegado por los míos, en fin, al cabo de mis fuerzas, el mar vendría a
último momento a llenar mi celda, vendría a sostenerme por encima de mí mismo
y a ayudarme a morir sin odio.
Es medianoche, estoy solo en la ribera. Espero aún, luego partiré. El mismo
cielo está al pairo, contadas sus estrellas, como esos paquebotes cubiertos
de fuegos que a esta misma hora, en el mundo entero, iluminan las aguas
sombrías de los puertos. El espacio y el silencio pesan con un solo peso
sobre el corazón. Un amor repentino, una gran obra, un acto decisivo, un
pensamiento que transfigura, en ciertos momentos nos producen la misma
intolerable ansiedad reforzada por un atractivo irresistible. Deliciosa
angustia de ser, exquisita proximidad a un peligro del que no conocemos el
nombre; ¿quiere entonces decir que vivir es correr a la perdición de uno
mismo? De nuevo, sin espera, corramos a nuestra perdición.
Siempre tuve la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el corazón de
una magnífica felicidad.
(1953)
De L’ETE (El Verano)
ALBERT CAMUS
(Corregido desde la versión que se encuentra publicada en :
http://www.lexia.com.ar/CAMUS%20ALBERT.htm)
http://marcospcmusica.wordpress.com/2010/12/30/diario-de-a-bordo-albert-camus/
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Marcos Guglielmetti
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