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<DIV><FONT face=Arial size=2>Amigos,</FONT></DIV>
<DIV><FONT face=Arial size=2></FONT> </DIV>
<DIV><FONT face=Arial size=2>comparto con Uds. un artículo que hace una
enjundiosa defensa de la propiedad intelectual.</FONT></DIV>
<DIV><FONT face=Arial size=2>Es muy interesante la cultura libre, pero intentar
obligar a los autores a liberar como pretenden hacer
algunos seguidores</FONT></DIV>
<DIV><FONT face=Arial size=2>de Richard Stallman con el retorcido argumento
de</FONT> <FONT face=Arial size=2> que no se puede defender la libertad de
esclavizar es un tanto bizarro.</FONT></DIV>
<DIV><FONT face=Arial size=2></FONT> </DIV>
<DIV><FONT face=Arial size=2>Saludos!</FONT></DIV>
<DIV><FONT face=Arial size=2>Ariel Alegre</FONT></DIV>
<DIV><FONT face=Arial size=2></FONT> </DIV>
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<DIV><FONT face=Arial size=2></FONT> </DIV>
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<H1><A href="http://elcomentario.tv/reggio/"><SPAN
class=Estilo4>Reggio’s</SPAN></A></H1>
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<P>Periodismo de opinión en Reggio’s</P></DIV><!-- erase this line if you want to turn the bubble off -->
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<H2 id=post-26447><A
href="http://elcomentario.tv/reggio/la-cultura-como-propiedad-y-el-anillo-de-giges-de-francisco-j-laporta-en-el-pais/09/03/2011/"
rel=bookmark>La cultura como propiedad y el anillo de Giges, de Francisco J.
Laporta en El País</A></H2>
<DIV class=main>
<P><STRONG><EM>Todos admiten que una canción es de quien la crea, luego es
incongruente que, sentado esto, cualquiera pueda reproducirla o descargarla sin
pago alguno. Eso es ignorar que la propiedad no es un título
honorífico.</EM></STRONG></P>
<P>Hay una conocida pregunta filosófica sobre la naturaleza de las creaciones
intelectuales que vale la pena recordar. El califa Omar, aquel iluminado que
prendió fuego a la biblioteca de Alejandría, creía necesario acabar con todos
los libros porque los contrarios al Corán eran heréticos y los otros
redundantes. Para probar que el fanatismo también es capaz de simetrías
sorprendentes y saltos en el tiempo, el pasado 11 de septiembre un mentecato de
Florida llamado Terry Jones, pastor de una iglesia lugareña con menos de 100
ovejas, convocó a una quema solemne del Corán. Quería, al parecer, quemar solo
este libro y dejar todos los demás. Omar hizo mucho más daño, claro, pero se
equivocaba exactamente igual que el pastor: los libros no se queman, lo que se
quema son los ejemplares físicos de esos libros. Se ha podido por ello afirmar
que el califa Omar no quemó en realidad ningún libro, y mucho menos pudo quemar
el Corán el cretino de Florida. Es la misma idea que se insinúa en aquella
genialidad de Ray Bradbury: “Montag, tenga cuidado. Cuide su salud. Si algo le
ocurriera a Harris, <EM>usted</EM> sería el <EM>Eclesiastés”.</EM> Los
personajes de su famosa novela dieron en memorizar los libros. No podían correr
el riesgo de plasmarlos en papel o en microfilme. La sola actividad de las
neuronas que nutren nuestra memoria les servía de asiento. Igual que al músico
que interpreta un concierto con la partitura en la mente. Un poema declamado,
una canción, un cuento narrado a un niño no tienen materialidad alguna. Como
dice el verso sin par de Lope, “en el aire se aposentan”.</P>
<P>Solo desde esa perspectiva se puede entender lo que es una obra de arte y de
cultura. Es su rara inmaterialidad lo que le confiere su impronta. Los productos
culturales son entes incorpóreos que descansan por lo general en un asiento
físico, pero a nadie se le ocurriría identificarlos con él. Decir de las
<EM>Coplas</EM> de Jorge Manrique que son hojas de papel es ignorarlo todo sobre
ellas. Para referirse a esa condición, los juristas hablan, con notoria
impropiedad, de <EM>corpus mysticum.</EM> Y afirman que el objeto de la
propiedad intelectual es precisamente ese “cuerpo” incorpóreo. Quizás alguien
pueda extrañarse de ver tratada una realidad tan delicada con las herramientas
jurídicas del derecho de propiedad, pero no hay nada de sorprendente en ello. Es
más difícil justificar la propiedad de una viña o una casa que la de un
soneto.</P>
<P>Precisamente por esa cualidad incorpórea, la propiedad intelectual es la más
sólidamente justificada de todas las formas de propiedad. Encaja con todos los
argumentos que a lo largo de la historia han tratado de justificar la propiedad
privada. Y a diferencia de las demás, sale siempre victoriosa de la prueba.
Incluso frente a construcciones arcaicas. Así, el acto creador hacía de Dios
señor, <EM>dominus,</EM> propietario de la creación. O la vieja teoría de la
primera ocupación, que fundamentaba la propiedad en el acto originario de
posesión física del bien. Semejantes razonamientos solo son plausibles para la
propiedad intelectual. Solo si se piensa la obra como acto creador o como el
descubrimiento de un espacio nuevo en el universo intelectual caben estos
argumentos. El primero que crea u ocupa ese espacio, aquel al que se le revela
por primera vez, puede considerarse su propietario.</P>
<P>Por no mencionar la idea de la propiedad como producto del trabajo humano,
como derivación de nuestro cuerpo y su proyección sobre las cosas. Locke la
formuló en una secuencia argumental que partía de la propiedad de nuestro cuerpo
mismo, derivaba de ahí la propiedad del trabajo humano, y acababa por atribuir
la propiedad de las cosas a quien las había mejorado con su trabajo. Aunque ya
sabemos que así no se justifica la propiedad de un campo, nadie duda hoy que una
novela es producto del trabajo del creador. Hasta una cautela que Locke
introducía en su construcción, impensable hoy para los bienes materiales, cuadra
sin embargo con la propiedad intelectual. Decía que su argumento valía solo si
tras la apropiación quedaban bienes suficientes para ser compartidos por los
demás. En un mundo superpoblado, de bienes escasos y ocupados, esto es
impensable. Pero el creador intelectual, cuando alumbra su obra, deja siempre
para el disfrute común el universo entero del lenguaje y el sonido, la geometría
infinita de las formas. No erosiona nada ese bien público inextinguible que es
la cultura humana. Puede así defender su propiedad también con este argumento
imposible.</P>
<P>Y están los argumentos de la utilidad y la eficiencia, tan sobados y
resobados por la cofradía del libre mercado. ¿Quién puede discutir que estas
obras incrementan nuestra felicidad? ¿Quién duda de que se dan con más
eficiencia en un espacio de libertad, sin dependencias del creador, sin
condicionamientos para expresar su talento? Pues bien, solo la propiedad de su
obra puede alcanzar esos logros en su grado máximo. Resignarnos a que sean
alumbradas en horas de ocio, o sometidas a patronos y mecenas, es menguar el
impulso creador. “No puedo concebir un sistema más fatal para la integridad e
independencia de los hombres de letras -decía Macaulay a los Comunes en 1841-
que aquel bajo el que se les enseñe a buscar su pan diario en el favor de
ministros y nobles”. Pues bien, de ese destino solo puede salvarlos el derecho
de propiedad.</P>
<P>Se me dirá que esto no lo discute nadie, que todos admiten hoy que una
canción es de quien la crea, que apoderarse de ella o suplantar al creador debe
seguir castigándose como apropiación y plagio. Pero no se pretenda después que,
sentado esto, cualquiera puede reproducirla o descargarla sin pago alguno. Eso
es incongruente. Tanto como decirle a alguien que es propietario de su ordenador
pero cualquier otro puede usarlo cuando le venga en gana. Es ignorar que la
propiedad no es un título honorífico, una especie de aura mágica en torno a la
cabeza, sino precisamente el poder jurídico de administrar la cosa como a uno le
parezca y excluir de ella a los demás.</P>
<P>En la <EM>República</EM> reflexiona Platón sobre la idea de si ser justo es
un bien deseable en sí o un obrar penoso que demanda sacrificios que pocos
harían si no lo impusiera la ley. Pone para ello en boca de Glaucón la historia
del anillo de Giges. Un pastor lidio encontró un anillo que al ser girado hacia
el interior de la mano producía la invisibilidad de quien lo llevaba; si se
giraba al contrario volvía a ser visible. Al cerciorarse de que funcionaba así,
el pastor se las ingenió para matar al soberano y apoderarse del reino. El texto
transmite una vieja certeza: con un anillo así “no habría persona de
convicciones tan firmes como para perseverar en la justicia y abstenerse en
absoluto de tocar lo de los demás cuando nada le impedía dirigirse al mercado y
tomar de allí sin miedo alguno cuanto quisiera”. Esta antigua relación entre la
invisibilidad del actor y la impunidad de su conducta retorna hoy cuando se
contemplan los contenidos que circulan por Internet. La abundancia de basura
informativa, intercambios repugnantes, injurias y embustes deliberados, no hace
sino recordarnos que la prodigiosa tecnología que la anima puede también
funcionar como un anillo de Giges que confiera invisibilidad a quienes en ella
actúan. Allí parece reinar el anonimato y la impunidad. Ese mismo anonimato tras
el que los contrarios a la <EM>ley Sinde</EM> se ocultan para zaherir a la
ministra. Y, no nos engañemos, es la invisibilidad lo que les envalentona para
dirigirse al mercado y tomar en él cuanto quieran sin responder de nada. En el
calor de las discusiones algunos han llegado a afirmar que se trata de una
libertad suya, un derecho personal. Pero solo es una forma nueva de la vieja y
sempiterna injusticia. Eso que sabemos hace mucho que consiste en atropellar los
derechos de los demás.</P>
<P><STRONG>Francisco J. Laporta</STRONG> es catedrático de Filosofía del Derecho
de la Universidad Autónoma de Madrid.</P></DIV></DIV></DIV></BODY></HTML>