[Solar-general] OT: Matrimonio homosexual, hoy Argentina es mas igualitaria que ayer

Ramon Retamar ramonretamar en gmail.com
Vie Jul 16 19:04:13 CEST 2010


La evolución de una enfermedad nefasta

Escrito por José Playo - 13/07/10 a las 09:07:59 pm -

En mis años escolares, allá por los comienzos del ochenta, contraje una 
afección milenaria y difícil de tratar. Se la conoce comúnmente como 
“alergia a los amanerados”. El síntoma por excelencia es el que te hace 
gritarle MARICÓN al compañerito de voz aflautada en el recreo.

Como buen enfermo crónico, aprendí a convivir con esos estornudos sin 
reflexionar. Los exabruptos salían en piloto automático.

Hoy, ya un poco más grandecito, sé que aquellos viejos colegios de 
varones (colegios homosexuales, bah) funcionaban con la mecánica 
selvática de las prisiones estatales: recintos testosterónicos en los 
que sobrevivían a duras penas los diferentes (el gordo, el petizo o el 
puto, por ejemplo), martirizados por el matón que se afeitaba los 
bigotes desde tercer grado.

Creo que todos, si nos esforzamos por recordar, hallaremos vestigios del 
mismo contagio en nuestro pasado. Pongo, para ilustrar, el himno 
extraoficial de mi escuela —cantito que hasta las autoridades sabían 
corear en voz baja— y que rezaba:

colegio de varones,
colegio sin igual,
no cría mariquitas,
ni nenitas de mamita como todos los demás!

Las secuelas de esta enfermedad dejaron cicatrices profundas y difíciles 
de borrar. Y las recaídas eran constantes: silbatinas que llovían desde 
las obras en construcción sobre los peatones que caminaban “raro”; 
programas de tele en los que el blanco de las burlas es “un mariposón” 
que deambulaba por los sketches a la caza de un remate homofóbico.

La historia de mi vida heterosexual está plagada de refuerzos. Un vecino 
solía decir:

—Si vos te dejás el pelo largo es porque estás buscando alguien que te 
peche los vagones.

Me inclino a pensar que el origen de esta pandemia —cultural, 
hereditaria y altamente contagiosa— es siempre el miedo.

Terminé de entender todo este rollo cuando uno de mis mejores amigos me 
confesó que era homosexual, a comienzos de esta década. Yo ya estaba 
lejos del tortuoso secundario, esto era real y tenía el nombre y el 
apellido de una persona que yo apreciaba.

—¿Cómo que sos puto?

—Me gustan los tipos, boludo. O sea, no ando vistiéndome de vieja loca, 
ni voy a los boliches a saltar sobre los parlantes todo pintarrajeado. 
Soy el de siempre, nada más que puto.

En esa conversación entendí que gran parte de mi temor radicaba en la 
posibilidad de que nuestra amistad se desarmara. Si él era puto, 
¿podíamos seguir siendo amigos? ¿Qué había que cambiar?

—Soy el de siempre.

Sólo en ese momento comprendí los malos ratos que algunas personas pasan 
gratuitamente. Y empezaron a dolerme los patios de los colegios donde la 
confusión se sumaba al descubrimiento, las pasiones silenciadas, los 
secretos guillotinados por el labio del temor. ¿Cómo tolera una persona 
postergarse tanto?

—En la vida —me aclaró mi amigo— se es puto fulltime. Lo más doloroso es 
asumir que todo lo que hagas será cuestionado.

Me pregunté por qué, y me lo pregunto ahora, que la discusión sobre el 
matrimonio gay está en boca de todos.

Hay algunos puntos que me parece interesante destacar:

a) La ley no promueve que una legión de travestis escandalosos con el 
pito afuera entren vestidos de blanco a una iglesia para tocarles el 
culo a los santos. La ley habla de reconocer derechos…

b) Los heterosexuales somos tremendamente hipócritas. Sobre todo 
aquellos que disfrutamos del porno gay lésbico (ni hablar de los que se 
calientan con mujeres disfrazadas de colegialas) y nos escandalizamos si 
dos flacos se comen la boca a la salida de un civil bajo una lluviecita 
de arroz.

c) Nadie “se hace puto”. Nadie “ejerce la homosexualidad”. Es como si 
uno pudiera elegir, de hoy para mañana, que lo calientan las tetonas o 
las minas medio chatas. Eso viene con cada uno. A algunos nos gustan las 
mujeres, a otros las personas del mismo sexo.

d) Ser homosexual no significa ser degenerado. Los violadores no son 
todos homosexuales, los pedófilos tampoco. Manzanas podridas hay en los 
dos bandos. Incluido el de la iglesia.

Estas animaladas (por citar algunas de las tantas que la gente escupe 
cuando le ponen un micrófono bajo el bigote) son parte de un mismo 
fenómeno que tiene que ver con el condicionamiento discursivo y 
cultural. Estamos acostumbrados a lo que en lingüística se conoce como 
“jibarismo salvaje”, que es reducir todo a lo bestia para que nos quede 
cómodo.

Esto da como resultado un silogismo que, además de trunco, es bastante 
pelotudo:

La degeneración es contagiosa…
los putos son degenerados…
con los putos no me tengo que juntar…

Y ya desde tiempos inmemoriales, lo que viene quedando en claro es que 
si hay un grupo que tiene que revisar un poco su forma de pensar y de 
sentir, es el de los heterosexuales.

Hoy veo resucitar el debate otra vez en mi país, Argentina, donde las 
diferencias se dirimen siempre desde dos plateas y a los gritos. Este es 
un país de blanco o negro, una nación bipolar e intransigente con 
habitantes doctorados en argumentología que fracturan la razón por la mitad.

Lo que vale en mi país es que el otro reconozca su derrota, el debate no 
sirve jamás para construir, sino para humillar:

—¿Viste, puto, que yo tenía razón?

Sobre la homosexualidad, adhiero a lo que dijo un psicólogo los otros 
días en la radio (voy a citarlo mal):

—El número de homosexuales, históricamente, no ha variado tanto desde 
los comienzos de la humanidad hasta hoy.

Esto quiere decir que en el Imperio Romano había un número de putos per 
cápita más o menos proporcional al que hay hoy en día en nuestras 
ciudades modernas. ¿Por qué, entonces, recrudece esta resistencia, esta 
cosa tan poco ejemplificadora para las nuevas generaciones que nos 
escuchan decir tantas estupideces?

Si algo aprendí en el colegio fueron variantes socialmente aceptadas de 
crueldad.

Nuestros mayores (por desconocimiento) nos enseñaron a vivir en una 
batalla de precalentamiento interminable que nos prepara para una guerra 
que no vamos a combatir nunca: hay que resistirse, porque cambiar está mal.

En vez de ablandar el mundo para hacerlo un lugar más ameno, más 
tolerante, nos seguimos tratando como si viviéramos en una selva donde 
los más débiles nos avergüenzan y nos dan la excusa perfecta para 
ejercer nuestra bestialidad.

No puedo dejar de preguntarme, ¿a qué le temen los que son tan fuertes, 
a qué le temen los que siempre lastiman?

Mientras los ultra católicos marchan para abolir la posibilidad de un 
mundo más justo, mientras los discursos nos siguen saliendo peyorativos, 
señaladores, mientras seguimos levantando la voz para mostrar 
disconformidad, un montón de gente sigue resistiendo en silencio, como 
lo ha venido haciendo desde el Imperio Romano y desde el colegio primario.

A pesar de que estoy molesto, me consuela saber que este texto es 
inútil, porque los homosexuales no necesitan defensores. La historia nos 
ha demostrado que han resistido los embates de la estupidez con la 
frente siempre en alto.

Admiro esa resistencia.

Yo sueño a veces con un mundo más tranquilo, donde dos hombres o dos 
mujeres que se quieren puedan cocinarse, leerse en voz alta, tejerse un 
pulóver frente a la estufa y, por qué no, garchar.

Confío en la posibilidad de un mundo menos feroz, menos hostil.

Es el mundo que me gusta imaginar para mis hijas. Un espacio donde todos 
puedan ser felices y pelear por perpetuar esa felicidad.

Putos ha habido siempre.

Tal vez tememos que, a pesar de sentirlos inferiores, antinaturales, 
débiles y degenerados, resistiendo a lo largo de la historia nos han 
demostrado que son más tolerantes, más inteligentes, y mucho más 
sensibles que los que marchan para no dejarlos casar.



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