[Solar-general] Frankenstein, el sueño de la razón

Pablo Manuel Rizzo info en pablorizzo.com
Lun Jun 8 05:20:43 CEST 2009


Frankenstein, el sueño de la razón Por José Pablo Feinmann

Alguien, durante estos días, me preguntó si seguía creyendo que Walt Disney
volvería de la muerte. No es que pierda el sueño por pensar en esa
posibilidad. Pero la escribí en el final de un ensayo y la debo haber dicho
en un par de clases. Creo que sí. Cuando Disney fue congelado se dijo que
era una medida seguramente momentánea: duraría hasta que la enfermedad que
lo llevó a la muerte encontrara su curación y Disney –al ser descongelado–
pudiera ser tratado adecuadamente. La imagen del cadáver congelado es parte
de las películas de terror. En Frankenstein contra el hombre lobo, el
Monstruo ha quedado congelado entre unas enormes barras de hielo. La
película es de 1943, doce años posterior a la primera, la que dirigió
genialmente James Whale, la que creó para siempre el cine de monstruos, la
de la interpretación única, inmortal de Karloff: no hubo ni habrá otro como
él. En la de 1943, Lawrence Talbot, un hombre desgarrado y agónico (El
Hombre lobo no quiere ser lo que es, eso en que lo han transformado los
colmillos de un lobo salvaje, que contagia a los hombres un mal terrible,
los transforma en eso que Thomas Hobbes, en un superlativo libro de 1651,
Leviatán, había dicho que eran: lobos, unos para con otros), encuentra al
Monstruo en el hielo y, no bien lo saca de tan escasamente cálido lugar, el
ahora Bela Lugosi (Karloff ya no quiso hacer el papel: lo había hecho tres
veces) vuelve a la vida. Esto nos lleva de nuevo a Walt Disney y a muchas
otras cosas. Si Disney sigue congelado es porque se espera el momento
adecuado para revivirlo. Ahora sería aún demasiado macabro. Ignoramos todo
lo que los científicos ya pueden hacer. Para el bien y para el mal. Pueden
crear pestes para despoblar territorios enteros. Sostengo que lo han hecho y
lo harán de nuevo. El planeta está superpoblado. El sistema que impera no
funciona como para alimentar a todos ni mucho menos. Cada vez hay más
excluidos, más hambrientos, más entes peligrosos, capaces de cualquier
reacción desesperada. Ha de haber bombas de todo tipo. Conjeturo que no
deben faltar bombas que maten a las personas y dejen en pie las cosas. Esto
es casi sabido. Alguna filtración hubo. Lo que sobran no son cosas. Son
seres humanos cuya peligrosidad irá en aumento con el aumento del hambre,
las enfermedades y la furia que despierta morir de inanición en un mundo en
que hay para todos, pero no se quiere repartir. ¿Por qué no se quiere
repartir? Porque sería alterar el sistema. Cambiarlo. Tornarlo lo que no es.
No es así como funciona: no funciona para el bienestar de todos sino de
algunos. Estos pocos manejan los grandes engranajes y ya no pueden ni
quieren cambiarlos. Los riesgos son enormes y ya se ven. La película
Frankenstein (1931) que acabo de ver una vez más de las tantas, innumerables
que la vi, nació del genio de una mujer, Mary Shelley. Todo se basa en una
leyenda según la cual –en una adecuada noche de tormenta– el poeta Percy
Shelley y Lord Byron le propusieron a Mary crear cada uno una historia de
terror. Con un ingenio imbatible, Mary, humillándolos, creó la más grande
fábula del genio humano. La más grande metáfora de la condición del hombre
sobre la Tierra, de su proyecto más profundo, ambicioso, violatorio (no sé
si este adjetivo es bueno, pero ya tecleaba “transgresor†y me dije basta
con esa palabra que ya nada significa, a la que podemos calificar, para
satisfacción de Ernesto Laclau, de significante vacío como, por ejemplo,
“peronismoâ€). La novela se llama Frankenstein o el moderno Prometeo.
Conocemos a Prometeo, un dios rebelde amigo de los hombres. Les entregó el
fuego que les robó a los dioses, a cuyo mundo pertenecía y debía natural
fidelidad. Su condena fue terrible, interminable. Una condena
obsesivo-compulsiva repetitiva. Un ave de rapiña devoraba su hígado durante
las noches, crecía durante el día sólo para que el ave de rapiña pudiera,
una vez más, devorarla durante la noche. Una pesadilla interminable. Un ave
de rapiña con TOC. Pero los hombres conocieron el fuego de los dioses y
quisieron ser dioses. Llevan mucho tiempo en esa tarea. Todo el desarrollo
de la técnica moderna expresa la vanagloria de igualar a la divinidad.
También la de someter a los otros hombres. Apoderarse de los más valiosos
objetos del mundo. Pero ser Dios –verdaderamente Dios– sería crear al
hombre. Entre tanto, el hombre, al que Freud llama un “dios con prótesisâ€
(en El malestar en la cultura), utiliza sus prótesis para someter la
naturaleza, arrasarla, violarla y construir su imperio, su mundo, que nada
tiene que ver con el del orden natural. Si el mundo, tal como era cuando
apareció el hombre, podría ser llamado el mundo de Dios, ya no más. No hay
Dios. Lo que hay es el hombre de la técnica. El hombre de la razón
instrumental. Del tecnocapitalismo. Pocos filósofos vieron esto. Acaso
Kierkegaard. Luego, sin duda, Nietzsche. El hombre nietzscheano es
destructivo. Goza con la destrucción. Ahí, afuera, cuando está libre de toda
atadura, son enemigos malvados de todos los que no son ellos, ahí donde
comienza lo extranjero, la tierra extraña son “mucho mejores que animales de
rapiña dejados sueltos (...) allí retornan a la inocencia propia de los
animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí
una serie abominable de asesinatos, de incendios, violaciones y torturas con
igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho
por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo
tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y ensalzarâ€
(Genealogía, Tratado Primero). La bestia rubia nietzscheana mata y tortura
para dar motivos de canto a los poetas. También Hegel justificaba la guerra
de Troya por originar los poemas homéricos. Pero esto es menor. El hombre
ambiciona más. Quiere ser Dios. Esta es la poderosa fábula que narra Mary
Shelley, que cuenta la genial película de James Whale. El protagonista es un
alucinado científico llamado Henry Frankenstein. Todos sabemos que la
interpretación de Colin Clive está casi a la altura de la de Karloff. Cuando
el Monstruo, por fin, toma vida, se produce una de las sobreactuaciones más
sublimes de la historia del cine: Colin Clive, de a poco, con british accent
muy marcado, empieza a gritar “It’s alive! It’s alive! It’s alive!†En todos
los tonos posibles. Parece a punto de perder la razón. Pero no la perderá.
Porque es la razón del hombre occidental (el hombre prometeico por
excelencia) la que lo anima, la que late en él, la que lo llevará a la
perdición como al entero planeta si nadie detiene su rumbo que ya es
indetenible. Algo más dice Henry Frankenstein: “Ahora sé cómo es sentirse
como Diosâ€. Hay un comercial de enorme inteligencia, hecho por hombres que
conocen y dominan esta problemática urgente y acaso trágica. Un joven
empresario compra una agenda electrónica. La empieza a usar. De pronto se le
escapa de control. La agenda hace operaciones que él no ordenó. Le resuelve
problemas que pensaba dejar para después. Le hace preguntas. Preguntas
íntimas. Sobre su mujer. Si quiere llamarla. Si se dispone a salir con ella
esa noche. El joven empresario, como el doctor Henry Frankenstein (tal como
lo trasmite la gran interpretación de Colin Clive), se larga a gritar: “It’s
alive! It’s alive! It’s alive!†Los que hicieron ese comercial no ignoran
nada. Una simple agenda electrónica es equivalente a la creación de Henry
Frankenstein. Puede estar tan viva como él. Pregunta esencial: ¿se le escapa
al hombre del siglo XXI el dominio de la técnica? ¿Cómo podría no
escapársele si él mismo se sorprende de su creación y la admira hasta
adorarla como a un ídolo primitivo, todopoderoso?

¿Qué creen ustedes que se está buscando en los laboratorios más secretos del
mundo cuyos avances son negados por completo a nosotros, simples seres
ajenos a los delirios de la ciencia? Atención, cuidado: la ciencia no
piensa. En un texto que lleva ese nombre, Martin Heidegger dice: “Cuando
usted recuerda esta idea del peligro que representa la bomba atómica y del
peligro aún mayor que representa la técnica, pienso en lo que se desarrolla
hoy bajo el nombre de biofísica. En un tiempo previsible estaremos en
condiciones de hacer al hombre, es decir, construirlo en su esencia orgánica
incluso, tal como se los necesita: hombres hábiles y hombres torpes,
inteligentes y tontos. ¡Llegaremos a esto!†¿Qué hace Heidegger sino
remitirse a las tesis de la novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz? Haremos
al hombre y lo haremos tal como el tecnocapitalismo lo necesita.
Científicos, zapateros, cineastas, arquitectos, ingenieros, músicos,
policías, uno que otro escritor. Pero esta ciencia fabulosa (porque es una
realidad de fábula para nosotros: todavía nos cuesta creer en su facticidad)
desarrolla sus otras facetas: las esencialmente destructivas. ¿En manos de
quiénes estarán los arsenales nucleares? No tengamos dudas: en manos que no
los manejan, llenas de odio o, aún peor, de miedo. Que ni siquiera están
maduras espiritualmente para poseerlos y controlar el daño que, con ellos,
pueden causar. En el reportaje a Der Spiegel, que, por orden de Heidegger,
se publica recién después de su muerte, en 1976, el autor de Ser y tiempo
dice: “La técnica, en su esencia, es algo que el hombre, por sí mismo, no
domina (...) Pero es evidente que en ninguna época el hombre ha dominado sus
instrumentos, véase el aprendiz de brujo. ¿No es demasiado pesimista decir:
no dominaremos este instrumento, indudablemente mucho más grande, de la
técnica moderna?â€

El mundo se ha poblado de doctores Frankenstein. Todos quieren ser Dios. Lo
esencial que se preguntan es: ¿cómo debe ser sentirse Dios? Entre tanto,
destruyen el planeta. Tal vez el momento más sublime, aquél en que más cerca
del poder divino se sienta será ése en que se hundan con el planeta entero
en una catástrofe que –sin duda– tendrá la belleza de todo gran Apocalipsis.
Cornelius Castoriadis, el notable filósofo ateniense, algo olvidado hoy e
injustamente, escribía: “Esta destrucción irremediable sigue: en este
preciso momento la destrucción de los bosques tropicales en calidad de
especies vivientes continúa (...) el hombre es, más bien, como un niño que
se encuentra en una casa cuyas paredes son de chocolate, y que se dispuso a
comerlas, sin comprender que pronto el resto de la casa se le va a caer
encima†(Castoriadis, Figuras de lo pensable, Centro de Cultura Económica,
Buenos Aires, 1999, p. 175). Y el hombre no tiene la figura británica y
elegante del doctor Henry Frankenstein. Su creatura lo ha dominado. Ese
Monstruo que anda de un lado a otro, con enorme potencia, con gran poder
destructivo, y con un cerebro deteriorado, el de un asesino. Porque la
paradoja más temible de Frankenstein (me refiero, aquí, sobre todo al film
de Whale) es que la inteligencia humana –ese exquisito instrumento acaso
único en el Universo–, ha creado, en el más alto punto de su poder y de su
brillantez, a un idiota, de andar desarticulado y torpe, sin ningún valor
que guíe sus actos, y con una incontenible pulsión de matar, un asesino. Y
aquí es donde la fábula de Mary Shelley se une a esa asombrosa frase de
Goya: “El sueño de la razón produce monstruosâ€. Y ya nadie sabe cómo
contenerlos y cada vez pareciera importar menos porque la carrera hacia el
abismo tiene más glamour que el mundo decadente de la paz. Ese mundo burgués
que Nietzsche odiaba: el mundo del “lector de periódicosâ€. Pero, ¿es este
mundo la única alternativa a la destrucción que impone la técnica
instrumental capitalista?
 Link a la nota:
http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/contratapa/13-126235.html



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Pablo Manuel Rizzo
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